jueves, abril 05, 2007

Nací en el seno de una familia católica, y durante mi niñez me regí por las normas de pensamiento de esa religión. Sin embargo, cuando la vida me mostró otras formas de pensar al mundo natural y al mundo humano, abjuré de mi credo y me distancié por completo de toda forma de pensamiento religioso. Si bien nunca fui ateo, no hallaba en las religiones institucionalizadas una concordancia con mi propia manera de ver al dios o a los dioses interactuando con los humanos y la naturaleza. Aun así, cuando tuve la suficiente madurez mental para leer opiniones distintas a las mías, me acerqué a ciertos autores cuya obra tenía una notable carga teológica. Si mal no recuerdo, el primero a quien leí fue a Rabindranath Tagore y luego a Amado Nervo, y aunque pude reconocer la calidad de la poesía de ambos, no pude entenderlos, ya que ellos aplicaban su religiosidad en su vida de una forma que yo no podía. Lo curioso es que, cierta tarde en que revisaba la biblioteca de mis padres, me topé con una antología de San Juan de la Cruz. Al principio lo leí con desgana, no lo niego; pero hallé en el volumen un poema que me impactó desde su primera frase. Tras leerlo, pude entender cabalmente lo que me habían dicho antes Tagore y Nervo; aun más, entendí por qué mi madre pasaba media hora rezando antes de acostarse, por qué siempre que entraba o salía de su cuarto miraba sonriendo al crucifijo que tenía sobre la cabecera. Lo acepto: sentí envidia de todos ellos. El poema es el siguiente:

COPLAS DEL ALMA QUE PENA POR VER A DIOS

Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.

En mí yo no vivo ya,
y sin Dios vivir no puedo
pues sin él y sin mí quedo,
este vivir ¿qué será?
Mil muertes se me hará,
pues mi misma vida espero
muriendo porque no muero.

Esta vida que yo vivo
es privación del vivir;
y así, es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye, mi Dios, lo que digo:
que esta vida no la quiero,
que muero porque no muero.

Estando ausente de ti,
¿qué vida puedo tener,
sino muerte padecer
la mayor que nunca vi?
Lástima tengo de mí,
pues de suerte persevero
que muero porque no muero.

El pez que del agua sale
aun de alivio no carece,
que en la muerte que padece
al fin la muerte le vale.
¿Qué muerte habrá que se iguale
a mi vivir lastimero,
pues si más vivo, más muero?

Cuando me empiezo a aliviar
de verte en el Sacramento,
háceme más sentimiento
el no te poder gozar;
todo es para más penar
y mi mal es tan entero
que muero porque no muero.

Y si me gozo, Señor,
con esperanza de verte,
en ver que puedo perderte
se me dobla mi dolor;
viviendo en tanto pavor
y esperando como espero,
muérome porque no muero.

¡Sácame de aquesta muerte,
mi Dios, y dame la vida,
no me tengas impedida
en este lazo tan fuerte;
mira que peno por verte
y de tal manera espero
que muero porque no muero!

Lloraré mi muerte ya
y lamentaré mi vida,
en tanto que detenida
por mis pecados está.
¡Oh, mi Dios!, ¿cuándo será
cuando yo diga de vero:
vivo ya porque no muero?


No se espere que con la lectura de este poema haya renacido la fe católica en mí, como les gusta decirlo a los estadounidenses: la lectura no me dio ninguna iluminación religiosa, pero sí me ayudó a encontrar cierta paz con mi propia espiritualidad: el dios de mi razón no era tan distinto del dios de mi corazón como me lo hice creer por varios años. El problema radicaba en que en esa época tenía una confusión de conceptos: no había abjurado de los dioses, sino de los dioses institucionalizados. Así, tras volverme a plantear mi idea personal de dios, hallé la manera de vincularlo con mi vida, de interactuar con él racional y sentimentalmente. Cierto, yo no le ofrendo totalmente mi vida, a la manera que lo hicieron las personas que mencioné líneas arriba, pero sí puedo decir de vero que en mi relación con mi dios, ambos desempeñamos correctamente nuestro papel: él, su rol divino; yo, el mío humano.

Y si se preguntan por qué escribí esto durante la Semana Mayor católica, es porque este momento de la liturgia católica fue el que mayor devoción me inspiraba en mi niñez y el que a la larga me llevó a separarme del credo católico. Antonio Machado expresó más claramente mi sentir:

LA SAETA
¿Quién me presta una escalera,
para subir al madero,
para quitarle los clavos
a Jesús el Nazareno?
Saeta Popular


¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

Y me abstengo de entrar en polémicas, ya que este momento es suyo, no mío. Disfruten su religiosidad, los que aún recuerden cómo hacerlo correctamente.

2 Comments:

At 12:25 p.m., Anonymous Anónimo said...

Victor estuve leyendo tu historia sobre Eva, muy interesante y sobre todo refleja mucho de mis sentimientos, de mi prepa recuerdo la mejor época de mi vida y a Eva, la vida se entercó en ponerla siempre cerca de mi pero al menos tu puedes decir que tuviste el valor de decirle las cosas, yo ni siquiera tuve ese valor, solo recuerdo vagamente haber enviado una carta diciendole las cosas, pero bueno a veces recuerdas las cosas por una visión, una plática o una imagen.

Te manod un cordial saludo

 
At 9:56 p.m., Blogger Unknown said...

A veces quisiera poder escribir lo que siento como lo haces tu, pero creo que me va mejor recítarmelos en voz alta y olvidarlos después; de todas maneras, hay algo que quiero decirte referente al final de tu entrada: si existiera una manera correcta de disfrutar la religiosidad, no exixtirían tantas religuines.

 

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